No me puedo dejar ser, no me puedo dejar ver, tampoco escuchar, tampoco sentir. Ya todos están encerrados en sus casas.
Camino solo por la calle, por la noche; pienso solo, pienso mal. Vivo equivocado, vivo encerrado en una calle angosta a la que el aire llega contaminado de angustia.
Las luces de los edificios son soles arriba de mi cabeza, son estrellas a las que no puedo alcanzar, a las que por poco puedo mirar sin entender mi impotencia y mi pequeñez. Sigo caminando entre los rascacielos que me rodean, que habitan personas tan iguales a mi y a la vez tan distintas.
¿Como pueden ellos divertirse tan fácilmente? Esa es la pregunta que más pesa sobre mi pecho. ¿Porqué merezco yo sufrir el aburrimiento del saber, mientras ellos se divierten con la ignorancia como nenes en una pileta de verano? Tan fácil es para ellos la diversión; tan fácil como tomar un control, encender el televisor, reírse, apagar el televisor, enojarse y luego dormirse. Es todo lo que necesitan.
Habrá alguna tuerca fallada en mi mente que me aleja de la facilidad, de la felicidad. Necesito complejidad, necesito desentender mientras entiendo, necesito alejarme de la simpleza, abrazar una grandeza superior a mi débil ego, correr con las manos al frente para atrapar un horizonte que nunca estará más cerca de mi. No puedo palpar mi existencia tan a gusto como lo hacen muchas de estas personas. Todos saben que esta bien, que esta mal, que divierte, que deprime, que castiga, que reprime, que vuela y que nada. Pero yo, apenas un punto ínfimo, por alguna razón quiero más que eso. Y nadie me lo puede ofrecer.
Me resulta fascinante con que sutilidad lloran todos para divertirse. Sus lagrimas están a su disposición como juguetes para los niños. No les cuesta sonreír, llorar, reír, enojar, odiar o amar, porque sus emociones son puras ilusiones, son puros juegos. Me pregunto en que punto en mi infancia habré dejado de jugar con mis juguetes. En que momento habré perdido ese gusto de tener en mi mano la felicidad comprada por mis padres. ¿Lo entenderán ellos algún día? ¿Me entenderán a mi?
Escribo esto por pura indignación, pero no de esa especie de indignación brutal, animal, salvaje, llena de emociones. No tengo más posesiones de esas virtudes. Mi indignación es anciana, lenta, directa y callada. Puedo hablar de horrores o de bellezas sin que se prendan llamas en mis pupilas. Soy tan joven y ya perdí tanta vida. Me la quite yo mismo. Con cada libro que abrí con mis manos, con cada canción que escuché a gusto; así fui perdiendo latidos.
No los odio. Los amo como un padre debe amar a sus hijos. Los miro con fascinación mientras juegan con sus vidas, de la misma forma que mi padre alguna vez me habrá mirado jugar con mis juguetes en alguna plaza. Pero me causan tanta pena, tanto rencor y envidia, me causa tanta impotencia cargar con la responsabilidad de mi propia vida, de cargar con el saber y con la conciencia, mientras ellos pueden correr libres como los pájaros. Pensándolo bien, eso también debe ser un sentimiento de padre, el de sentirse reemplazado por los éxitos de sus hijos, el tener que ver como el hijo se divierte con cosas que una vez eran su propia diversión en el mundo. Pero no los culpo; yo fui el que dejó tirados mis juguetes en la arena, no puedo culparlos por haberlos agarrado.
Y si bien es inútil escribir todo esto, y es totalmente absurdo pensar que la expresión de estas ideas me traerá algún beneficio, supongo que es solo un intento más entre muchos otros que haré en mi vida para poder algún día caminar por las oscuras calles como anciano tranquilo, sonriente y quizás hasta feliz.