Yo no puedo. Miro a todos, pero yo no puedo. Todos hablan, todos ríen, y yo los miro.
Llenas o no, sus vidas se mueven, sus caras expresan, sus movimientos contienen, sus palabras atraen, pero yo no puedo. Salgo a la calle. Mi pelo se mueve en el viento pero no siento el desafiante frío de Julio. Abrigado o no, sigo en mi silencio. Miro como ríen los chicos, como discuten los mayores, como se abrazan los adolescentes, pero mi indiferencia parece no tener edad. Un abrazo, que de lejos parece tan cálido, es solo un movimiento más que hacen mis manos. La cabeza que descansa sobre mi pecho no tiene cara y no emite calor. Hablo, gritó, pero mis pupilas no se dilatan, mi pulso no acelera, mi respiración sigue igual. Miro a mí alrededor y escucho sonidos, pero yo soy mudo. Odio, amor: gloriosos titanes que salen de las bocas de la gente que me rodea, pero yo solo pronuncio el impotente silencio.
Todos brillan bajo un sol de invierno que parece no alcanzar mi solitario continente. Hasta esos pájaros que viven de migajas parecen cantarle a la vida, pero cuando yo canto mi voz desafina. Las personas que veo en las calles de la fría ciudad caminan buscando alcanzar sus sueños en ese mundo de felicidad que les es tan extraño, y yo deambulo de una orilla a la otra como un océano bajo un tímido viento.
Mi mente me muestra imágenes y me enseña un objetivo, pero mi cuerpo se mantiene parado bajo la sombra de un árbol. Me saco el abrigo ¿Para qué lo necesito? Es solo un peso que no siento, es solo un escudo agujereado. ¿Qué me diferencia a mí de ese saco gris que hace un instante cubría mi espalda? Ambos caemos bajo la mano de otro sin emitir sonido ni expresar dolor.
Una sociedad no puede aceptar a un hombre indiferente. Desde mi niñez aprendí que una mirada expresa un sentimiento, que una respiración da señal de paz y que un apretón de manos viene acompañado de una sonrisa educada y sincera. Pero son solo recuerdos. Algo me fue robado desde entonces; mis sentidos perdieron a su maestro.
Me siento en un banco que se mantiene quieto bajo mi peso. En frente veo una pareja sobre un banco igual, pero bajo esos cuerpos, bajo esas caricias, ese banco parece revivir. Ríe con sus chirridos de acero bajo las risas humanas y cálidas de los enamorados.
Siento un vacío en mi garganta y una levedad incontrolable bajo mis manos. Me levanto y sigo caminando. Mi cuerpo, ese último elemento que todavía era esclavo en mi reino, ahora desobedece mis órdenes y camina por una dirección desconocida.
Mi mente pide llanto, pide sonrisas, los pide a gritos. Mis brazos practican un abrazo frente al frío viento. Todo es en vano. No lo siento.
Corro. Más rápido. Un poco más. Mis piernas se mueven en un círculo vicioso que mis ojos siguen con atención. Más rápido. Una rama en el camino, salto. Más rápido. Una señora me mira con ojos temerosos, yo le respondo con esa sonrisa educada que aprendí cuando todavía no podía hablar. Más rápido.
Finalmente paro. Miro alrededor y no conozco lo que veo. Mi pecho se infla. Siento el sudor sobre mis ojos, por un momento los confundo por lagrimas.
Ya terminó la corrida. No pude escapar. Todos siguen riendo o llorando, y yo sigo mirándolos fijo. Quizás algún día pueda reír con mis compañeros, sentir en mi cara los rastros del último beso de una amante, añorar en invierno el nostálgico calor de un hogar que nunca visité. Pero hoy no. Hoy no puedo.
Llenas o no, sus vidas se mueven, sus caras expresan, sus movimientos contienen, sus palabras atraen, pero yo no puedo. Salgo a la calle. Mi pelo se mueve en el viento pero no siento el desafiante frío de Julio. Abrigado o no, sigo en mi silencio. Miro como ríen los chicos, como discuten los mayores, como se abrazan los adolescentes, pero mi indiferencia parece no tener edad. Un abrazo, que de lejos parece tan cálido, es solo un movimiento más que hacen mis manos. La cabeza que descansa sobre mi pecho no tiene cara y no emite calor. Hablo, gritó, pero mis pupilas no se dilatan, mi pulso no acelera, mi respiración sigue igual. Miro a mí alrededor y escucho sonidos, pero yo soy mudo. Odio, amor: gloriosos titanes que salen de las bocas de la gente que me rodea, pero yo solo pronuncio el impotente silencio.
Todos brillan bajo un sol de invierno que parece no alcanzar mi solitario continente. Hasta esos pájaros que viven de migajas parecen cantarle a la vida, pero cuando yo canto mi voz desafina. Las personas que veo en las calles de la fría ciudad caminan buscando alcanzar sus sueños en ese mundo de felicidad que les es tan extraño, y yo deambulo de una orilla a la otra como un océano bajo un tímido viento.
Mi mente me muestra imágenes y me enseña un objetivo, pero mi cuerpo se mantiene parado bajo la sombra de un árbol. Me saco el abrigo ¿Para qué lo necesito? Es solo un peso que no siento, es solo un escudo agujereado. ¿Qué me diferencia a mí de ese saco gris que hace un instante cubría mi espalda? Ambos caemos bajo la mano de otro sin emitir sonido ni expresar dolor.
Una sociedad no puede aceptar a un hombre indiferente. Desde mi niñez aprendí que una mirada expresa un sentimiento, que una respiración da señal de paz y que un apretón de manos viene acompañado de una sonrisa educada y sincera. Pero son solo recuerdos. Algo me fue robado desde entonces; mis sentidos perdieron a su maestro.
Me siento en un banco que se mantiene quieto bajo mi peso. En frente veo una pareja sobre un banco igual, pero bajo esos cuerpos, bajo esas caricias, ese banco parece revivir. Ríe con sus chirridos de acero bajo las risas humanas y cálidas de los enamorados.
Siento un vacío en mi garganta y una levedad incontrolable bajo mis manos. Me levanto y sigo caminando. Mi cuerpo, ese último elemento que todavía era esclavo en mi reino, ahora desobedece mis órdenes y camina por una dirección desconocida.
Mi mente pide llanto, pide sonrisas, los pide a gritos. Mis brazos practican un abrazo frente al frío viento. Todo es en vano. No lo siento.
Corro. Más rápido. Un poco más. Mis piernas se mueven en un círculo vicioso que mis ojos siguen con atención. Más rápido. Una rama en el camino, salto. Más rápido. Una señora me mira con ojos temerosos, yo le respondo con esa sonrisa educada que aprendí cuando todavía no podía hablar. Más rápido.
Finalmente paro. Miro alrededor y no conozco lo que veo. Mi pecho se infla. Siento el sudor sobre mis ojos, por un momento los confundo por lagrimas.
Ya terminó la corrida. No pude escapar. Todos siguen riendo o llorando, y yo sigo mirándolos fijo. Quizás algún día pueda reír con mis compañeros, sentir en mi cara los rastros del último beso de una amante, añorar en invierno el nostálgico calor de un hogar que nunca visité. Pero hoy no. Hoy no puedo.